¿Que quieres que haga por ti? Mr. 10:46-52

Ciego no significa sordo. Y escuchaba a los transeúntes de las mil caravanas, que pasaban de largo. Enriquecía mi pobre mundo con los sonidos y las voces, con los cuentos a medias que me llegaban, con los comentarios al pasar. Y entre esas historias comenzó a resonar una y otra vez un nombre, un tal Jesús.
Galileos en camino al templo lo nombraban una y otra vez. Aparecía en muchas historias: que a su voz se produjo la más maravillosa pesca en el lago, que alimentó a una multitud con solo unos pocos panes, que curó a un hombre de mano tullida, a una mujer encorvada, a otra con flujo de sangre. Diez leprosos habían sido limpiados por su palabra. Otros decían que un paralítico había caminado en Jerusalén, cerca del estanque de Siloé, que los demonios huían ante su voz y presencia. Incluso que una niña había sido resucitada. Y, sí, también, que había vuelto la vista a los ciegos. Yo escuchaba esas historias, y ¡cómo quería creerlas!
Había también otras voces: las de los fariseos que lo acusaban de quebrantar la ley, de no guardar las formas ni el sábado, de rodearse de pobres y rústicos, de publicanos y prostitutas, es decir, de andar entre gente como yo, herida de impureza. Se ensañaban con su manera de enseñar, con el mensaje ambiguo de sus parábolas, se sentían ofendidos por su manera de contestarles, por anunciar un Reino de pobres y niños, de los que ellos serían excluidos.
Ocasionalmente, cuando alguno con un poco más de simpatía se detenía cerca mío, aprovechaba para preguntar. Y así me enteré que se creía que era descendiente del rey David, que había sido bautizado por Juan, y que en ese momento se había manifestado la voz de Dios. Los rumores anunciaban que era un profeta de los antiguos, al estilo de Jeremías o el mismísimo Elías vuelto a la tierra. Una vez pasó un seguidor de Juan, el profeta bautizador que había sido asesinado por Herodes. Ese sí me trató bien; incluso me regaló la capa que tenía, porque decía que eso era lo que Juan enseñaba. Y que Jesús era el que Juan había anunciado. Me dijo que Juan, cuando estaba en la cárcel, le había enviado a él y a otro de sus seguidores a encontrarse con Jesús para preguntarle si él era el Mesías, o tenían que esperar a otro. Y que Jesús no les había respondido directamente, sino, y el hombre lo recordaba bien, que: “Los ciegos ven, los cojos andan, los leprosos son limpiados, los sordos oyen, los muertos son resucitados, y a los pobres es anunciado el evangelio”. Aquellas cosas que yo mismo oía en los comentarios de los viajeros, y que eran mi propio anhelo, el más profundo de mis reclamos, el más soñado de mis sueños. “¡Ah, si eso fuera cierto!”, me decía. Y si fuera cierto, llegue a la conclusión, sería el Mesías. Y si es el mesías, tarde o temprano vendrá a Jerusalén y tendrá que pasar por Jericó, y yo tendré oportunidad de pedirle que, como a otros, me dé la vista.

Y me oyó, y me hizo acercar. Salté como un resorte. Allá voló la capa que me había regalado el discípulo de Juan. Guiado por las voces corrí a su encuentro, en el último acto de mi ceguera. Y entonces esa pregunta insólita: “¿qué quieres que haga por ti?” Por un momento dudé; acaso, si es el mesías, no debería saber mi necesidad; acaso no es evidente que soy ciego, y que lo que más anhelo es ver. ¿Por qué me tiene que preguntar lo que es obvio? Pero no dudé en la respuesta: “Maestro, que vea”, le dije, remarcando lo obvio. Ustedes ya saben el resultado, porque ahora veo.
Y cumplió con mi pedido, pero no lo hizo sin mí, lo hizo con mi fe. Me salvó. Me salvó de la indignidad, del oprobio y la burla, de la pobreza que descalifica, del desamor que excluye. Esa tonta pregunta fue la más profunda de todas, la que verdaderamente mostró porqué es el Mesías. Porque antes de darme la vista, me había devuelto la palabra, me había devuelto la dignidad, me había hecho humano de nuevo.
