viernes, 15 de febrero de 2013

¿Que quieres que haga por ti? Mr. 10:46-52


Dr. Néstor Miguez  
(Artículo publicado en www.biblicavirtual.blogspot.com.ar)

Al principio me pareció la pregunta más absurda, pero luego me di cuenta que fue la pregunta que cambió mi vida.

Me llaman Bartimeo, el hijo de Timeo. Pero Timeo y mi madre me  engendraron ciego. Nunca había visto la luz, no sabía lo que era un color, nunca conocí un rostro, no sabía lo que era una sonrisa. Mi mundo era un mundo pobre, no solo porque no tenía la vista, pero tampoco otras riquezas estaban a mi alcance. Una familia que pronto se deshizo de mí porque mi propia ceguera los acusaba. Una ciudad que me expulsaba porque mi presencia era la marca de la debilidad. Así era mi vida, al costado del camino, en la antigua Jericó de Rahab, la de los muros tumbados, la reconstruida a precio de sangre, bendita y maldita Jericó. Maldita, para mí, desde mi cuna, aunque ni cuna me dieron.   

  Pobreza es la falta de afecto, la falta de cuidado, la falta de misericordia, y de esa pobreza me quejo más que de la falta de vista. Me hicieron pobre y mendigo, me redujeron a ser una piedra al costado del camino, lo que sobra, lo que no es. El testigo ciego de la ambición y el prejuicio, el obligado parásito de la caridad ajena, el molesto pedigüeño en el cual descargar enojos y burlas. De vez en cuando, la limosna denigrante con la cual alguno que otro que se creía generoso cumplidor de la ley me daba a comer pan de lágrimas, lágrimas de los ojos negados.                                                                                                            
Pensar que el ciego era yo, pero eran ellos los que no me veían, no veían al ser humano que yo soy, no sabían de mis sueños sin imágenes, de mis deseos sin respuesta, de los sufrimientos del desamor. Y yo, aunque ciego, veía; veía la soberbia de los mediocres, el legalismo que expulsa, la dolorosa enfermedad de los que se creen sanos porque ven, pero no ven su propio pecado, que es la peor enfermedad. Ciego y pobre, pero no tan ciego y pobre como algunos ricos videntes. La vida me tiró al lugar de la pobreza, pero lo que me faltó en bienes me sobraba en experiencias, no siempre las mejores.

Ciego no significa sordo. Y escuchaba a los transeúntes de las mil caravanas, que pasaban de largo. Enriquecía mi pobre mundo con los sonidos y las voces, con los cuentos a medias que me llegaban, con los comentarios al pasar. Y entre esas historias comenzó a resonar una y otra vez un nombre, un tal Jesús.

Galileos en camino al templo lo nombraban una y otra vez. Aparecía en muchas historias: que a su voz se produjo la más maravillosa pesca en el lago, que alimentó a una multitud con solo unos pocos panes, que curó a un hombre de mano tullida, a una mujer encorvada, a otra con flujo de sangre. Diez leprosos habían sido limpiados por su palabra. Otros decían que un paralítico había caminado en Jerusalén, cerca del estanque de Siloé, que los demonios huían ante su voz y presencia. Incluso que una niña había sido resucitada. Y, sí, también, que había vuelto la vista a los ciegos. Yo escuchaba esas historias, y ¡cómo quería creerlas!

Había también otras voces: las de los fariseos que lo acusaban de quebrantar la ley, de no guardar las formas ni el sábado, de rodearse de pobres y rústicos, de publicanos y prostitutas, es decir, de andar entre gente como yo, herida de impureza. Se ensañaban con su manera de enseñar, con el mensaje ambiguo de sus parábolas, se sentían ofendidos por su manera de contestarles, por anunciar un Reino de pobres y niños, de los que ellos serían excluidos.

Ocasionalmente, cuando alguno con un poco más de simpatía se detenía cerca mío, aprovechaba para preguntar. Y así me enteré que se creía que era descendiente del rey David, que había sido bautizado por Juan, y que en ese momento se había manifestado la voz de Dios. Los rumores anunciaban que era un profeta de los antiguos, al estilo de Jeremías o el mismísimo Elías vuelto a la tierra. 
Una vez pasó un seguidor de Juan, el profeta bautizador que había sido asesinado por Herodes. Ese sí me trató bien; incluso me regaló la capa que tenía, porque decía que eso era lo que Juan enseñaba. Y que Jesús era el que Juan había anunciado. Me dijo que Juan, cuando estaba en la cárcel, le había enviado a él y a otro de sus seguidores a encontrarse con Jesús para preguntarle si él era el Mesías, o tenían que esperar a otro. Y que Jesús no les había respondido directamente, sino, y el hombre lo recordaba bien, que: “Los ciegos ven, los cojos andan, los leprosos son limpiados, los sordos oyen, los muertos son resucitados, y a los pobres es anunciado el evangelio”. Aquellas cosas que yo mismo oía en los comentarios de los viajeros, y que eran mi propio anhelo, el más profundo de mis reclamos, el más soñado de mis sueños. “¡Ah, si eso fuera cierto!”, me decía. Y si fuera cierto, llegue a la conclusión, sería el Mesías. Y si es el mesías, tarde o temprano vendrá a Jerusalén y tendrá que pasar por Jericó, y yo tendré oportunidad de pedirle que, como a otros, me dé la vista.


Y efectivamente el día llegó. Escuché los rumores, preparé mi alma. Era la oportunidad de mi vida, y no la iba a perder. Así que cuando supe que estaba cerca, comencé a llamarlo, a llamarlo desde lo que quería creer: “Jesús, hijo de David”. No faltó el que me quiso hacer callar. Pero ¡cómo me iba a callar! Tenía que hacer sonar mi voz más que otras voces. Si algo cierto había en Jesús, en lo que había escuchado de él, me tenía que oír, tenía que oír al ciego, al pobre, al dolido. Ese era el Jesús que mi ciega imaginación imaginaba.

Y me oyó, y me hizo acercar. Salté como un resorte. Allá voló la capa que me había regalado el discípulo de Juan. Guiado por las voces corrí a su encuentro, en el último acto de mi ceguera. Y entonces esa pregunta insólita: “¿qué quieres que haga por ti?” Por un momento dudé; acaso, si es el mesías, no debería saber mi necesidad; acaso no es evidente que soy ciego, y que lo que más anhelo es ver. ¿Por qué me tiene que preguntar lo que es obvio? Pero no dudé en la respuesta: “Maestro, que vea”, le dije, remarcando lo obvio. Ustedes ya saben el resultado, porque ahora veo.

Pero volví una y otra vez a la insólita pregunta. Y me di cuenta que en ella estaba encerrado todo el secreto de la libertad humana. Jesús no pensó por mí, me hizo expresar mi propio deseo, decir mi propio anhelo. Me hizo hacer lo que siempre quise hacer. Cuando los otros me habían mandado a callar, él me hizo hablar. Cuando los otros me tenían al costado, él me puso en el centro, haciéndome decir mi propio sentir. Cuando los otros me despreciaron, el me mostró aprecio, y me quiso escuchar. Cuando para otros era simplemente una cosa más al costado del camino, para él fui el ser humano que puede decir lo que quiere desde su propia dignidad. No pensó por mí, no habló por mí, no decidió por mí: me dio lugar para mi propio deseo, mi propia voz, mi propia decisión; el ciego del costado del camino piensa, habla, decide lo que quiere frente al Hijo de David. Yo fui la autoridad, él se puso a mi servicio: “¿qué quieres que haga por ti?
Y cumplió con mi pedido, pero no lo hizo sin mí, lo hizo con mi fe. Me salvó. Me salvó de la indignidad, del oprobio y la burla, de la pobreza que descalifica, del desamor que excluye. Esa tonta pregunta fue la más profunda de todas, la que verdaderamente mostró porqué es el Mesías. Porque antes de darme la vista, me había devuelto la palabra, me había devuelto la dignidad, me había hecho humano de nuevo.

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Néstor Míguez es argentino, pastor de la Iglesia Evangélica Metodista Argentina, Doctor en Teología del Instituto Universitario ISEDET y profesor títular en el área de Biblia (Nuevo Testamento) y Director de Investigaciones en esta misma casa de estudio. Se desempeña desde hace muchos años como docente-facilitador de la lectura popular de la Biblia.