PARA LA NACION 12/02/2016
En la nueva lógica autocomplaciente y narcisista, lo primordial es realizarse individualmente, por eso el sacrificio por hijos y alumnos pasó de moda y la responsabilidad por los menores suele ser una obligación insoportable.
Durante
siglos, los chicos obedecían y los grandes protegían. La infancia y la
adolescencia eran concebidas como etapas de la vida en las que se dependía de
adultos que cuidaban a menores percibidos como incapaces de resolver la vida
por sí mismos. La obediencia era la consecuencia natural: hacer aquello que los
grandes mandaban y seguir su ejemplo era el modo de, algún día, llegar a ser un
adulto autónomo. Grandes y chicos no conformaban un vínculo entre iguales, sino
una relación asimétrica en la que experiencia, antigüedad y saber definían la
preponderancia adulta.
Es verdad que
muchas veces esa asimetría se transformaba en dominio autoritario y perverso,
pero, bien entendido, era un mecanismo por el que los adultos se hacían
responsables de los más chicos.
Es que la contracara de esta dependencia infantil eran la responsabilidad y el sacrificio de los adultos.
Responsabilidad porque los adultos estaban a cargo; daban el ejemplo y
mostraban a los más chicos lo que era amar y trabajar. Lo que era creer. Lo que
era luchar. El significado de vivir y de morir. El adulto -sacerdote,
dirigente, entrenador del club, vigilante de la esquina, docente, padre, madre,
tutor o encargado- representaba la historia y ley; lo que estaba bien y lo que
estaba mal. Estaba para decir no y así formar a los más jóvenes. Un no que
conjugaba amor con severidad.
Ser adulto era ser autoridad.
Por otro lado, el sacrificio de
los adultos implicaba que éstos pospusiesen sus propias aspiraciones personales
para cuidar de los menores. Padres y madres, de manera muy diferente pero
complementaria, hacían lo debido y hasta lo imposible para proteger a sus
hijos. El paradigma es el papá de la película La vida es bella, quien en un
campo de concentración nazi posterga sus propias necesidades y se somete a las
peores humillaciones para evitar el sufrimiento del hijo.
Este viejo mundo de la
asimetría intergeneracional funcionaba bien porque los cambios culturales,
sociales y tecnológicos eran suaves y equilibrados. Épocas en las que las
novedades duraban y los ancianos eran la referencia obligada: habían vivido más
y por eso interpretaban el pasado y proyectaban el futuro. Épocas en las que
los viejos mostraban con orgullo sus canas y sus arrugas.
Nuestro tiempo, sin embargo, ya no
se caracteriza por la armonía y la experiencia acumulada por los grandes no
vale de mucho; al contrario, puede ser la marca del infierno más temido: la
obsolescencia. Los cambios constantes hacen que la experiencia sirva de poco y
ser adulto no es deseable. Ya nadie muestra con orgullo canas ni arrugas: como
si una mutación genética hubiera acaecido en cabelleras femeninas (y
crecientemente masculinas), el pelo blanco se oculta porque su presencia remite
a lo peor, al paso del tiempo.
Desde los educadores hasta los
expertos en marketing coinciden en que los chicos son portadores de saberes y
certezas que los grandes deben captar. De ahí que vestirse como adolescente y
tener un cuerpo sin marcas del tiempo es lo que desvela a quienes huyen de la
obsolescencia: adultos que escapan del semblante adulto.
Nos resultan normales las adolescencias interminables
y ya ni sorprende que cincuentones achupinados luzcan como jóvenes de veinte.
Las edades y las responsabilidades se aplanan. Las jerarquías entre grandes y
chicos se borran como en la película Red social, donde adustos abogados
asisten, azorados, al conflicto entre adolescentes eternos, hiperaburridos,
ultramaduros, dúctiles para comprender, en remera y ojotas, la lógica de lo
actual.
Los medios nos muestran a jóvenes que saben y que se
presentan autónomos frentes a sus padres y maestros, quienes, atónitos,
observan el devenir indescifrable de redes sociales instantáneas, modas que
duran lo que un clic, pantallas para edades cada vez más tempranas.
Obedecer pasó de moda: incomoda escucharlo, pero, en
nuestra cultura, pedir obediencia es de facho y bajo ese paraguas ideológico
los chicos están cada vez más solos; la trampa de las nuevas infancias y
adolescencias es la creciente distancia que los adultos toman respecto de los
más chicos tratando, paradójicamente, de parecérseles.
De ahí que la vieja asimetría sea cuestionada: hay
que ser amigo de los hijos y de los alumnos, ser gamba, curtir su onda. La
vieja asimetría se transformó en equivalencia y la responsabilidad por los
chicos suele ser una obligación insoportable. Parece que la consigna es
"más amor, menos severidad", pero esto es una engañifa sutil: no hay
amor a los hijos y a los discípulos si no se les dice no. No parece, pues, que
este mundo sin adultos sea el efecto de decisiones tomadas a favor de los
chicos, sino más bien el resultado de una ausencia cómoda pero probablemente
trágica.
Es que decir no ahora es más costoso porque la
autoridad adulta tiene poco consenso. Y en la pretendida complicidad con los
hijos y los alumnos se diluyen responsabilidades y se eluden sacrificios. La
vida ya no es tan bella en un mundo sin adultos cuando mami atropella y mata, pero
culpa a su hijo de 15 años para zafar de su responsabilidad.
Hablar de "disciplina escolar", la sola
mención, convierte al desprevenido en una rémora arcaica y en su reemplazo se
usa "bullying": no son los educadores los que deben poner límites en
las escuelas; ahora hay "campañas de concientización" y, lejos del orden
recreado por los docentes, la convivencia pasó a ser un tema de consensos donde
todo parece discutible y el rol docente se entremezcla con padres y educandos.
Los adultos huyen de ser autoridad y cuando no les queda otra que ejercerla,
anhelan liberarse de las cargas que conlleva. Hasta hay quienes proponen que
los problemas de disciplina escolar deben ser regulados por una ley del
Congreso Nacional: como si las instancias cotidianas e institucionales de
resolución de conflictos educativos hubieran caducado.
En la nueva lógica autocomplaciente y narcisista, el
sacrificio por hijos y alumnos también pasó de moda y lo primordial es
realizarse individualmente, estar cómodo con uno mismo: el viejo sacrificio de
los mayores es una carga paterna o docente que a veces hay que asumir, pero sin
orgullo y sin legitimidad: ya nadie lo reconoce, muchas veces hasta se lo
cuestiona por demorar ambiciones profesionales o individuales. Conservar la
adultez en nuestra época se vuelve contracultural; casi un acto heroico.
Durante el siglo XX, muchos educadores progresistas
lucharon para sustraer a los niños de lo que llamaban el "dominio
adulto" y proponían liberar a la infancia del yugo de los mayores,
descolonizarlos de su opresión. Paradoja fatal; tanto proclamar la liberación
de los niños que fueron los adultos quienes terminaron liberándose de ellos.